Luna Roja



Caléndula era extraña. Desde pequeña sentía que no encajaba. Pero ¿Qué esperaban de una niña con ese nombre? A ella le gustaba, la hacía única y especial. Siempre de aquí para allá con su gorro de lana calado hasta los ojos y la vieja y desgastada mochila azul que, según le contaba su madre, había sido de su abuelo.
Cumplía veintiún años. Era un día que llevaba esperando mucho tiempo, toda su vida a decir verdad. Después de mucho tiempo, hoy era su día. Esa noche había luna llena e iba a ser perfecto.
Su melena rojiza contrastaba con el negro de su ropa cuya única nota de color era el pálido azul de su raída mochila donde llevaba todo lo necesario.
Caminaba bajo la fina llovizna sonriendo. Lo que para el resto era una molestia, ella lo sentía como una de las maravillas de la vida. Otra de esas cosas que los humanos se perdían obcecados en su propia desidia. Tras cruzar las vías del antiguo ferrocarril del carbón y soportar algunos lascivos comentarios de un grupo de chavales, que fumaban un porro al abrigo de un vagón de carga, Caléndula llegó al lugar preciso. La curiosa piedra que estaba en medio del bosque, bajo un gran roble era perfecta. Depositó cuidadosamente su mochila en el suelo y, poco a poco fue sacando todo lo que necesitaba. Lo dispuso tal y como su madre le había enseñado desde niña.
Recibiendo la fina lluvia sobre su cara fue desnudando su cuerpo. Mientras las minúsculas gotas resbalaban por su piel, erizada por el frío, fue untando en su cuerpo el agua salada. Los olores a ruda, romero y lavanda la llevaban a una calma casi mística.
Una vez lista, dejó que se apagaran los últimos rayos del sol mientras encendía el incienso y rociaba el lugar con el agua salada. Con su brazo estirado, hendió sus dedos en la tierra, asegurándose que estaban al opuesto del ocaso y trazó tres veces un círculo. Se tumbó, sintiendo la humedad y el calor de la tierra que contrastaba con el gélido tacto de la lluvia. Respiraba lentamente, sintiendo cada milímetro de su cuerpo, dejando que los brazos de la tierra se fundieran con ella hasta que llegara el momento.
Un tímido haz azulado se abrió camino entre los árboles. Y acarició su rostro. Poco a poco, la luna cubrió su cuerpo con la plateada luz. Sintió que todo estaba en su lugar. La luna del cazador o luna de sangre como se le solía llamar era la más apropiada para aquel ritual. El mismo que cada mujer de su familia había realizado con anterioridad al cumplir los veintiún años para recibir la plenitud de sus capacidades.
Caléndula se puso en pie, extendió sus brazos al cielo y pronunció el canto invocando a los Guardianes. El frío aumentó pero su cuerpo desnudo emanaba calor, irradiaba el poder del que poco a poco era imbuida por la Diosa Madre. Las puntas de sus dedos parecían estar en llamas y su pelo, más rojo que nunca se agitaba en todas direcciones.
Cayó exhausta, la fuerza que sentía en su interior embargaba todos sus sentidos. Lentamente se incorporó, dio gracias a la Diosa Madre  y despidió a los Guardianes. Agradecida, cenó las ofrendas que había traído y recogió todas sus cosas.
De vuelta, atravesando las vías se sintió observada. En otro momento podría haber sentido miedo, pero esa noche no, no la noche de la Luna de Sangre. Inspiró lentamente el aire helado por su nariz captando todos los olores que la rodeaban. Eran cuatro. Uno de ellos olía especialmente fuerte, ese era peligroso. Al pasar entre dos vagones oxidados los cuatro jóvenes aparecieron de las sombras. Caléndula fingió sorpresa pero ya había captado sus presencias una veintena de metros antes. Decidió optar por parecer azorada, tal vez, aquellos chicos sólo pretendían asustarla. Al menos tres de ellos si, pero el cuarto tenía ese olor. Centró su atención en él. Emanaba un hedor salvaje y primitivo, peligroso. Era un depredador. Entre tres intentaron sujetarla pero aquella chica no se lo iba a poner fácil.
Uno recibió un cabezazo en la nariz cuando intentó agarrarla por el cuello, otro cometió el error de agacharse para tratar de sujetarle las piernas encontrándose con una rodilla que hizo saltar sus dientes. El tercero dudaba. Caléndula levantó su puño amenazante y fue suficiente para que se marchara. Parecía que todo había acabado y ella sonreía satisfecha mientras veía cómo corrían aquellos tres con el rabo entre las piernas.  Súbitamente su vista se nubló al tiempo que perdía las fuerzas y caía pesadamente al suelo.
Cuando volvió en si lo primero que sintió fue el olor. El olor desagradable de una bestia. No pretendía asustarla, desde que Caléndula lo percibió sabía que iba a por ella. La iba a poseer quisiera o no. Notó el vapor del su aliento hediondo, mezcla de alcohol y comida basura mientras le sujetaba el cuello, casi sin dejarla respirar, mientras que con la otra mano torpemente intentaba abrirse los pantalones.
Caléndula le había permitido demasiado, fue imprudente y el juego iba a acabar. Notaba como cada vez entraba menos aire en sus pulmones. Esa iba a ser una Luna de Sangre. Pero no iba a ser su sangre.
Haciendo un esfuerzo inspiró con todas sus fuerzas llenando sus pulmones de aire. Mientras, el animal forcejeaba intentando rasgar las medias de Caléndula y aflojó la mano con la que le oprimía el cuello, pensando que su víctima había perdido el conocimiento.
El aire salió de sus pulmones con un grito desgarrador que aturdió al joven. Este cayó hacia atrás cubriéndose inútilmente sus oídos.  Ella se incorporó sin apenas esfuerzo. Él gemía mientras aquel perturbador sonido salía de la garganta de la joven y lo torturaba con un dolor perforante que llegaba hasta su cerebro.  Caléndula se acercó unos pasos mientras el joven se arrastraba penosamente en la dirección opuesta. Sus gemidos pasaron a gritos de terror cuando los pies de la muchacha se posaron suavemente ante sus ojos. Él se levantó y comenzó a correr, huyendo como alma que lleva al diablo. Pero no iba a escapar, esa noche había Luna de Sangre y la tradición mandaba. Caléndula tenía que castigar, entonar su canto de muerte. Ella estiró su brazo apuntando al joven que corría trastabillando, cerró la mano en un violento gesto y apretó el puño. Su agresor se detuvo en seco llevándose las manos al pecho.
El pelo de fuego de Caléndula refulgía a la luz de la Luna llena mientras apretaba su puño más y más.  La sangre comenzó a gotear de su mano, como si se hubiese seccionado una arteria. Abrió su mano y el joven, que permanecía casi levitando agarrándose el pecho se desplomó agonizante.
El ritual había concluido.
Caléndula recogió la vieja mochila azul de su abuelo y comenzó a cantar mientras se alejaba rumbo a su nuevo destino.


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