Duelo II


Después del combate, se alejó fatigado por el cansancio. Aún con el arma en la mano, se agachó para recoger su capa. Contempló la cruz negra, deformada por las salpicaduras escarlata y el blanco inmaculado de su sayo templario, pervertido por la suciedad de la lucha. Frente a él, en el suelo, descansaban ambas túnicas: la negra, de Jacques y la suya. En ese momento le asaltó una duda.
Se tambaleó hasta su morral y sacó la calabaza llena de aguardiente que su viejo amigo Adso, el franciscano, le había dado para su viaje.

Bebió un largo trago que bajó candente por su garganta. El fuego del licor a penas conseguía aplacar el dolor de la traición. Había condenado a su hermano, al que había jurado lealtad. Pero la orden del rey Felipe era tajante: llevarlo ante la justicia por su herejía.

Alargó la mano y, apartando la túnica blanca manchada de tierra y sangre, tomó la capa negra. Se cubrió con ella y, enfundando su espada, se alejó mientras los guardias encadenaban a Jacques, el último Gran Maestre.

Su recompensa era el retiro a una pequeña abadía en los confines del mundo. Del mismo modo que Lanzarote se recluyó tras su traición a Arturo, tal vez en soledad, podría acallar las voces de sus hermanos de la orden que prefirieron la hoguera a la traición.




Publicado originalmente en "El club de los retos de Dácil"

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