Hace mucho tiempo...

Ya caía la tarde, anochecía bastante rápido y el frío invernal ya estaba llamando a la puerta. Como cada martes subíamos al aparcamiento a por el coche, para llevar a mi hija Alma a su formación a casa de Caléndula. Hacía años que la conocía.

Yo ya pintaba canas  en la barba y sin embargo ella seguía con el aspecto de una veinteañera bien conservada... Si se lo planteaba podría pasar por una niña de dieciséis aunque ya tenía ese aspecto cuando yo tenía doce años, el día que se cruzó en mi vida por primera vez.

Por aquel entonces mi cabeza era un salmorejo de prejuicios preadolescentes, estupideces infantiles, soberbia y una firme declaración de total rebeldía. Lo que menos necesitaba en aquel entonces era ser el centro de atención de una chica salvaje, que desafiaba cualquier convención.
Pero no pienses lo que no es, nunca la he visto de esa manera. Ella ha sido como mi hermana mayor, una especie de guía.

Le había robado una mochila. Una vieja saca de lona azul que al sopesarla supuse que tendría algo de valor... Tras correr varias calles encontré un refugio seguro donde revisar mi botín. Para mi decepción tan sólo hallé velas, flores y unos tarros llenos de sustancias indeterminadas.

–¿Ves algo de interés entre mis cosas?

Como una aparición, se materializó sin emitir ningún sonido ante mí. Era una chica de un metro y medio, con unos ojos verdes que lo mismo podían hacer que te enamoraras perdidamente o matarte de miedo. Vestía una ajada minifalda pasada de moda y un top de punto negro que dejaba al aire su ombligo a pesar del frío que hacía. Sus piernas estaban cubiertas con unas medias negras de rejilla y calzaba unas botas militares de aspecto intimidante. Intenté salir corriendo pero súbitamente mi cuerpo no me respondía. Empecé a sentirme mareado y al intentar dar un paso caí cual largo era. Mis músculos comenzaron a agarrotarse y cada vez me costaba más respirar... Mis oídos comenzaron a percibir un aullido, un sonido parecido al que emitiría un instrumento desafinado.

–Es por la trompeta del ángel –escuché decir a la chica.

Conseguí, con dificultad, ponerme boca arriba intentando captar algo de aire. La sensación de ahogo cada vez era mayor, iba a morir.

–No tenías que haberla tocado –veía su cara sobre la mía. Se acercó a mi mano y, sin esfuerzo, sacó la flor que rodeaba mi puño, cerrado en un espasmo–. Menos mal que te he encontrado, este floripondio es mortal para el que lo toca, afortunadamente acabo de preparar un antídoto... Sabe mal, pero eso es mejor que la muerte ¿No?

La escuché reír mientras revolvía en su mochila. Mis pulmones se habían bloqueado y ya no podía inhalar. Comencé a golpear desesperadamente el suelo, mi garganta, mi caja torácica. Mis piernas dejaron de funcionar y mi cuerpo fue perdiendo la capacidad de moverse. Aún con los ojos abiertos, dejé de percibir con claridad el mundo que me rodeaba. Todo perdió su color y empezó a apagarse a mi alrededor. Todo menos el rojo del pelo de aquella chica. Sus mechones rozaron mi cara cuando se inclinó hacia mi y y tiró de mi barbilla hasta que consiguió abrirme la boca. En su mano tenía una pequeña cápsula que humedeció con su saliva...

–Lo siento –dijo– pero necesito que la tragues. Te estas muriendo así que no creo que te pongas escrupuloso...

E introdujo le pequeña cápsula en mi garganta todo lo que pudo, al tiempo que hacía una especie de masaje sobre mi cuello. De pronto mi cuerpo comenzó a convulsionar y sentí como si fuera a partirme en dos. Ella sujetaba mi cabeza y presionaba mi pecho contra el suelo con una fuerza increíle. Y tan pronto como empezó acabó y tuve la necesidad de incorporarme y vomitar... Tras diez minutos expulsando de mi cuerpo hasta la primera papilla, ella se sentó junto a mi y me ofreció un pequeño termo con una bebida caliente que olía a chocolate... No tenía ni idea de dónde la había sacado.

–Vas a tener que aprender qué puedes y qué no puedes tocar, si vas a ser guardián... – noté el olor de la hierba fresca por el rocío de la noche y a brisa otoñal que surgía entre las ramas de los árboles.

No tuve tiempo de preguntarme cómo demonios llegué allí, pero me dijo eso mientras comenzaba a internarse entre el follaje de un bosque, a las afueras de la ciudad. Ese fue el día que conocí a Caléndula.

No sé cómo supo que debía convertirme en guardián, aunque las brujas saben esas cosas. Aprendí sobre magia, hechizos, naturaleza, todo lo necesario para poder servir al Protectorado. Ahora, treinta años después sigo a su servicio. Afortunadamente han conseguido reclutar a más guardianes y ahora los akelarres pueden protegernos del Necromundo sin preocuparse tanto por persecución de los humanos.

Pero esa es otra historia que ya os contaré.



Creado para el "El club de los retos de Dácil"


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